Berlín, puente de diciembre 2018
Madrid, 02:00 h.
Mientras pongo el lavavajillas y escucho Stravinsky, decido pedir un taxi para ir al aeropuerto.
Paso del yellow, no estoy de humor. Abro de par en par todas las ventanas para que se vaya el olor a comida y me acurruco en el sofá bajo mi manta. Con el despertador puesto a las 04:00 h, decido dar una cabezada. Tengo una pesadilla que no logro recordar.
Madrid, 04:30 h.
Un taxista búlgaro y yo surcamos la M-30, la M-40, hasta sumirnos en una niebla espesa que pensaba que solo existía a orillas del Tajo o del Támesis (los ríos con T pueblan mi vida). El paisaje urbano que alcanzo a ver por la ventana da un poquito de miedo. Pero más miedo da lo que se oye dentro del taxi. ¿Sabes cuál es el mejor jefe?, me pregunta con su marcado acento del Este. No, cuál, pregunto. El que está muerto. Se me hiela la sangre, se me entreabre la boca. Un poco drástico, ¿no? No, te explico por qué. Su razonamiento no merece la pena. Mi mente se pone a divagar, va de Francia a UK, recuerdo un documental que vi ayer sobre los primeros tiempos del partido nazi, antes de que ganasen elecciones, pienso en que en unas horas estaré en Berlín. Este viaje promete ser una oportunidad para reflexionar sobre los derroteros del mundo en el que vivo, que son los mismos del mundo en que vivieron mis abuelos. Solo dos generaciones atrás, todo esto ya pasó. Terminó mal. Me agobio. A ver si llegamos ya a Barajas.
Madrid, 05:00 h.
En el aeropuerto no se ve un pijo. En momentos como este me pregunto por qué me aparté de las ciencias puras. Me gustaría haber estudiado alguna ingeniería que me ayudase a entender que aunque haya niebla no pasa nada, que los aviones llevan tal o cual sistema que los hace inmunes a estos accidentes meteorológicos, que todo va a ir bien. Qué yuyu.
Madrid, 5:40 h.
Me he sentado a escribir como antídoto contra el sueño. Ya dormiré en el avión. De todos modos, aquí sería imposible, la gente no deja de levantarse y sentarse y toda la bancada se mueve como si la estuviesen atizando con un palo. Somos del género imbécil, pensamos exclusivamente en nuestro propio culo y en lo que nos ocupe en cada momento. Normal, entonces, que pasen las cosas que pasan. Que gane Vox en Andalucía. Andalucía es nuestro TrumpGate. Andalucía es nuestro Brexit. Andalucía es nuestro chaleco amarillo. Houston, tenemos un problema.
Berlín, 10:00 h.
Estoy viendo que me subo en el tren que no es. Me acerco a una pareja de policías y, de la nada, aparece el idioma alemán estudiado hace tantos años. Entschuldigung, digo sin prepararlo. Para cuando me doy la vuelta siguiendo las instrucciones recibidas, voy sonriendo de satisfacción. Con qué poquito nos contentamos los idiotas conscientes.
Berlín, 11:30 h. Estaba escrito, al final la lié en el metro. Es igual, ya he bajado en Spittelmarket y vuelvo a sonreír, como si volviese a mi barrio de toda la vida. Ahora ya sé dónde estoy, conozco bien esta zona, voy directa a la puerta del piso Airbnb. Sé exactamente dónde está.
Berlín, 12:00 h.
Sorpresón. Me he colado en la vida de una familia alemana, más o menos de mi quinta, que celebra esa noche la cena anual navideña con familia y amigos. Clara me enseña un aparato que al principio creo que es una incubadora, pero no, es una máquina que cocina. Muslos de pato. La cena. Me invitan. Se me entreabre la boca por segunda vez hoy. Qué cosas pueden llegarte a pasar si sales de casa de vez en cuando.
Berlín, 14:00 h.
No puedo más. Me echo a dormir mientras la hija de Clara berrea en alemán por la casa. Como no la entiendo, se convierte en parte del ruido ambiente y al final me duermo.
Berlín, 17:00 h.
Los invitados empiezan a llegar. ¿Pero no era una cena? La vida del norte... Ahora me da cosa salir de la habitación. Y tengo que ducharme. ¿Habrán sacado ya la máquina cocinadora del cuarto de baño? Oigo muchos niños, ahí fuera hay mucha gente. Me tengo que poner en marcha, quiero estar a las seis y media en la Philharmonik paladeando el ambiente.
Berlín, 18:50 h.
Para no perder las costumbres, al final salgo tarde de casa. En Postdamer me doy cuenta de que no llego, que estoy en Alemania y que van a empezar muy puntuales y me van a mirar fatal por llegar tarde, van a adivinar que soy española, voy a contribuir al maldito estereotipo. Ni hablar, tiro de piernas y salgo corriendo. Llego a la explanada de la Philharmoniker y aún hay mucha gente entrando, todo controlado. Entro en el edificio, en el que he pasado bastante tiempo ya, la sensación es de reencuentro con un amigo, voy del tirón hacia la entrada a mi sitio y lo ocupo. En el escenario están los contrabajistas dale que te pego a las cuerdas, tienen que tocarlas un rato antes para no desafinar. También está Alberch Meyer, el oboísta principal. Le veo agobiado con las cañas, parece haber entrado en uno de esos círculos viciosos mentales en los que de pronto ninguna caña te suena bien, además hay saliva dentro del instrumento y las notas no suenan limpias... Me preocupo. Esto pinta solo regular.
Berlín, 19:05 h.
Ya están todos en el escenario, incluido Ottensamer, qué contenta. Gergiev también, la presencia de este ruso es de las que no pasan desapercibidas. Comienza a sonar Debussy, su Prèlude à l´après-midi d´un Faune. Una de mis piezas favoritas. Y de pronto, el caos: en el primer solo del oboe, la saliva se hace presente y la nota suena apagada y con la vibración que el maldito líquido produce al taponar el agujero de salida del aire. Se me abren los ojos como platos y me empiezan a sudar las manos. No me lo puedo creer, ¿cómo es esto posible? Recuerdo a mis profesores diciendo que estos accidentes le suceden al más pintado y me sorprende que tuviesen razón tan literalmente. En las partes más intensas de la obra se me caen las lágrimas de emoción. Es una obra increíble, la estoy escuchando en una ciudad con la que tengo una relación cada vez más especial, tocada por mi orquesta favorita en una sala de conciertos por la que han pasado los mejores, empezando por Karajan, que dejó su toque en los añadidos para mejorar el sonido. Karajan, el que un día subió a un taxi y cuando le preguntaron "a dónde, maestro", respondió "a donde usted quiera, me esperan en todas partes". Frente a individuos como ese, los demás parecemos transcurrir en un gris lamento legato.
Berlín, 22:00 h.
Vuelvo a mi casa alemana temporal flotando en una nube. El concierto ha merecido mucho la pena. A mi lado había una pareja china, ella ha dormido casi todo el tiempo, debe haber ido para contentarle a él, que para no caer frito como ella no ha parado de frotarse unas manos secas que sonaban como si tuviesen amplificador. El silencio absoluto en este tipo de salas de concierto convierte los sonidos de una vida normal en representaciones de un supuesto trogloditismo que es en realidad la creación de una panda de snobs que no parecen saber que lo que sale por su culo es exactamente igual que lo que sale por los demás culos.
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