I
Descolgué al tercer tono. “Mi padre acaba de morir. Ahí lo dejo”, escucho.
Descolgué al tercer tono. “Mi padre acaba de morir. Ahí lo dejo”, escucho.
Me quedo flipando un momento. No sé por qué, la verdad es que esto ya se esperaba, debe ser por la manera en que me lo ha dicho. A este hay que conocerlo, y aún así te revienta la cabeza de vez en cuando con sus movidas. Le pregunto si puedo hacer algo. Me dice que el velatorio será en su casa, en la otra casa, no en la que se ha muerto, pero que me acerque ya por allí, me pide por favor. A ver qué voy a hacer, tendré que ir. Espabilo el desayuno y me pongo en marcha.
Varias rotondas más tarde, aparco en la puerta de la nave. La vivienda está dentro, así que no cuenta, una de sus piruetas para no pagar impuestos. Entro y me voy encontrando con conocidos y miembros de su familia. Nunca acierto a entender cómo logro desenvolverme en estos ambientes, me sale un comportamiento no entrenado, a saber si es herencia genética tras siglos de cristianismo. Subo las escaleras y me encuentro con que tienen al padre tumbado en su cama, pilla justo de frente, como para no verlo. Qué extraño es mirar a un muerto. Si lo conociste vivo, más extraño aún. “Dale un beso a mi madre, ¿no?”. Joder, es verdad. Reparto pésames a la madre y a las hermanas con más o menos atino y enseguida nos bajamos, salimos a la campa donde el perro está de los nervios, tirando de la cadena, se arranca la cabeza o escapa, una de esas dos, pienso sin decir ni mu, mira si sabe el animal lo que se cuece. Éste me mira con una sonrisa torcida. Está claro que no sabe cómo comportarse, desde luego se esfuerza para hacerlo con dignidad, o lo que él cree que es dignidad, cuando ninguno de los que estamos allí tenemos ni puta idea de lo que es eso ni nos interesa. Saca el costo y se lía un canuto. Verás tu qué ciego pillamos hoy, me digo, conociéndolo como lo conozco. Sin decir ni una palabra, nos fumamos el porro. Mientras, no para de sonarle el Nokia, la peña quiere saber por dónde pasarse, o eso me figuro mientras le escucho decir que mejor vayan directamente al pueblo.
Debe ser el velatorio más largo y más coñazo de mi vida. Entre los de aquí y los emigrados super amigos que se cogen el coche y se acercan, esto es un no parar. Anda que no les ha venido bien que estemos a viernes, de finde al pueblo y encima quedan bien. Me paso el día deseando que se haga denoche de una vez, así por lo menos no nos verán liando porros como si no hubiera un mañana en la puerta de la casa del muerto. Y así pasa: oscurece y ya me da igual todo. Le oigo hacer otro de sus encarguitos por teléfono, ya me estoy viendo venir el percal. Efectivamente. Allí dejamos el desfile de plañideras y falsos dolientes, qué falsa es la gente, por cierto, qué panda de mentirosos. “Venga, nos espera Pedrito en el cruce”.
Pedrito, dice. Lo de los motes te puede llegar a asegurar la juventud eterna, a ti y a tus descendientes, que eso se hereda. El Pedrito tiene canas en los huevos, me juego la china que llevo en el bolsillo a que no me equivoco. Canas y unas papelas de farlopa es lo que tiene, el capó de su coche se convierte en una factoría de rayas y me pillo pensando que, si rascásemos la coca que hay conservada detrás de las letras y los números de esas tarjetas, habría para colocar a todo el pueblo, no sé cómo no se las tragan los cajeros. “Estás en babia, ¿te quieres meter o qué?”. A tomar por culo, a ver ese billete. Con la mierda de música bacala del Pedrito y el plan de noche que tenemos, no puedo pensar en una buena razón para no atizarme la tocha. Y así toda la noche. En algún momento de la madrugada, de vuelta en su calle, me mete un rollo de cocainómano ególatra que te cagas, mira que es tonto este tío, y remata con un “hazte otro porro, y échale bien ahí, que mira cómo voy”. No te jode. Si no lleva un gramo por la tocha no lleva nada. Me asomo de vez en cuando al cuarto donde está el muerto, yo con mi ciego imaginando que levanta la cabeza y ve el panorama. Primero pienso que se moriría otra vez, en otra versión lo veo levantarse y unirse a la fiesta, ante el estupor de todos los pelotas que abarrotan la casa, hipócritas de mierda. Me descojono con la estampa y me pongo a quemar, pero poco, que yo también quiero fumar y no quiero dormirme. A este que le jodan, no haberse metido tanto.
En esas que empieza a clarear. Esa luz es el anuncio de la maldita resaca, cómo no vamos a odiar madrugar todas las personas de bien. A esos que dicen que les gusta aprovechar el día habría que explicárselo. Si te cunde el día, señal que has desperdiciado la noche, pringao. Me bajo a mi casa, necesito una ducha y ponerme ropa que no apeste a fiesta, que vamos de entierro. Lo hago rápido, me quedo un momento mirando lo que tengo dentro del armario y pienso que vaya mierda de ropa compro, tengo el gusto en el culo. Me pregunto si algún día podré poner remedio a eso, mientras tiro hacia la iglesia al paso de las campanas, que ya doblan. Veo llegar el coche con la caja. Vaya coche, el menda de la funeraria podía gastarse la pasta en algo más presentable, este parece que lo han hecho con escuadra y cartabón, viejo como él solo.
Saliendo del cementerio me suelta un “aquí está todo el pescado vendido”. No llego a saber si es frialdad real o se hace el duro, siempre me ando preguntando qué coño tiene este muchacho en la cabeza. “Voy a llevar al tío de mi madre, ¿vienes?”. A falta de mejor plan, me apunto. Aparcamos en la puerta de la campa. Abre la nave y pasamos los tres. El buen hombre se va directo a la sala y se sienta a ver la tele. “Vamos arriba un momento”, subo las escaleras una vez más y diviso la cama vacía donde hace unas horas había un muerto. Le veo entrar taciturno en la habitación y le sigo. Cierra la puerta tras de sí y me mira serio, luego inquisidor, luego con una sonrisa torcida en la cara. Se me pega mucho, se inclina y me mete la lengua en la boca. Se separa, me mira como esperando una reacción, pero nada, me he quedado inmóvil. Me estampa la cara contra la pared y se pega mucho, restregando su erección por mi espalda. Me da la vuelta otra vez, mete su mano dentro de mis pantalones, arranca a jadear, me los baja, me quita las bragas y me dobla sobre la cama. Me la mete un poco y luego me tumba boca arriba, siempre ha sido un clásico. Mientras se afana, me pregunto si su padre nos está viendo, o si está aquí mismo viendo el culo de su hijo subir y bajar, o hasta fornicando con nosotros. El muerto al hoyo y el vivo al coño, me digo con toda la sorna del mundo. No despego los labios y espero con menguante paciencia a que se corra para poder fumarme un porro más, mientras me pregunto cómo es que me importa un carajo que me follen en la cama de un muerto.
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