Todo ha empezado en una sala y no haciendo cola en la calle como suele suceder en estos actos gratuítos. Hoy llovía, hacía frío, y han tenido la humanidad de dejarnos esperar bajo techo. El pastiche de personajes desordenados que se ha formado en esa sala ha estado muy a la altura de la imaginación del homenajeado. Para empezar no había cola, nadie sabía cuándo le tocaría enganchar el papelito que le daría paso al acto, salvo algunos iluminados que, llegado el momento, han defendido con pasmosa claridad su posición en el desorden general. Esa línea que une objetos, situaciones, personas y momentos en el imaginario de Cortázar no ha podido ser reproducida por sus adeptos, al fin. Cuando llegó el amable americano a repartir entraditas, un orden cogido con hilvanes se ha impuesto y creo que al final no se habrá quedado nadie fuera. Bien por la Casa de América, y bien por ese señor que se ha aventurado en el caos con el taco de entradas en la mano, su paciencia me ha parecido proverbial.

A partir de ahí, ha sido difícil parar. El bandoneón de Fabián Carbone y el piano de Rocío Terán han mecido con notas de Piazzolla esas lágrimas por las pérdidas, por los encuentros, por las palabras del que no está dichas por los que sí están: las obscenidades geométricas, niños lustrabotas, caras entre estupefactas e idiotas, perfumes del anochecer en los jardines mongoles, el gran juramento Siux, un dibujo imposible de dejar de mirar que reza "a mí también me duele" pero solo durante dos horas y en tiza negra, EVOE, ríos metafísicos, Oblivion, una carta a Rocamadur...
Llovió en cada uno de los presentes y olió a tierra mojada, a cosas vivas. Tras los aplausos, antes de marchar, dominando mi profunda emoción, me he acercado a Aurora. La he mirado y le he dicho solo "gracias por venir". "Bueno...". He besado su mejilla mientras ella bajaba la vista como si ese brevísimo agradecimiento le estuviese resultando ya un exceso de notoriedad. Hay personas de fábula, algunas aún vivas.
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