20171121

He intentado recordar en qué año vi Fahrenheit 451 para empezar este texto con aires de solvencia pero no he podido. Sí sé que fue a finales de los noventa. Acababa de incorporarme al mundo laboral y esto supuso un cambio radical de vida: del norte de Europa, donde fui Erasmus, a la España profunda. De una universidad extranjera en la que ya existía el concepto intranet a un pequeño pueblo en el que había dos líneas de conexión a internet: la del ayuntamiento, que era pionero en ese aspecto y el único de la comarca que se había lanzado, y la de mi casa. Me conectaba con uno de esos modems que sonaban a robot futurista y te dejaban sin teléfono mientras navegabas, o lo intentabas, ejercitando la paciencia frente a pantallas en blanco gestionadas por los primeros Pentium. Otros tiempos.
En ese contexto,  usaba mis primeras nóminas para construir los cimientos de mi biblioteca, que incluía material audiovisual. VHS, vamos. Era la época en la que los periódicos llevaban a los lectores remotos como yo la posibilidad de acceder a una cultura que, en aquellos años, estaba a decenas o cientos de kilómetros de casa, dependiendo de dónde viviese uno. Gracias a aquella moda coleccioné con éxito, y aún conservo, los mejores títulos de novela policíaca, negra y cine universal.
Fahrenheit 451 quedó grabada en mi sensibilidad como una película desagradable. En aquella época no había oído hablar del tal Ray Bradbury y aquella historia me pareció demencial. ¿Quemar libros? ¿Hablar con la tele? ¿Pero qué le pasa al que ha creado esto? No tenía a mi alrededor nadie con quien hablar del mal trago que aquella película me había hecho pasar; hoy me doy cuenta de que sí había una o dos personas con las que podría haber hablado de ello, pero en aquel momento no supe reconocerlas y viví mi angustia en silencio.
A lo largo de los años he estado tentada de deshacerme de la dichosa cinta varias veces, tantas como mudanzas he vivido. Sin embargo, algo en mi interior se ha interpuesto y ha evitado que cometiese semejante error. Lo cierto es que la cinta dirigida por Truffaut es una digna adaptación de la distopía imaginada por Bradbury a principios de los 50. Acabo de volver a verla, después de 20 años de trauma, justo después de leer el libro, y estoy en condiciones de decir que he superado mi bloqueo con Fahrenheit 451. Ahora ese trauma lo tengo con la sociedad en la que vivo y que tanto se parece a la imaginada por Bradbury. Y es que esta historia calificada por las librerías de ciencia-ficción y que tan loca me pareció a mis veintitantos, se ha hecho realidad a mis cuarenta, lo que me da miedo, mucho miedo. Bradbury anticipó el engaño a las masas a través de aquellas grandes pantallas y los familiares, tal y como pasa hoy con internet y sus algoritmos capaces de que unas elecciones sean ganadas por Trump, o con Telecinco y sus Sálvame, donde una falsa interactividad conduce los pasos de los incautos y absortos ciudadanos; el Gran Hermano no es más que la persecución a Montag televisada, convertida en espectáculo y a la vez en fiesta ante un moderno cadalso que ajusticia a la oveja descarriada; el alejamiento de las personas de aquello que las hace independientes y libres, que no es más que el conocimiento, se ha hecho realidad.
Hoy he superado un trauma pero he incorporado otro más profundo y doloroso a mi día a día.
Como para salir de casa.

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