Rogelio debe rondar los cincuenta años. Es una especie de punki venido a menos, que conserva los aros en las orejas pero que perdió la chulería a base de estacazos.
Está divorciado dos veces, la primera de la madre de su hija y la segunda de un mozo extranjero que logró la nacionalidad gracias a él y luego lo dejó plantado y arruinado. Según parece, tras divorciarse de su mujer cayó en la cuenta de que lo suyo eran los tíos, quizá pensó entonces que la felicidad llegaría a su vida pero no, no fue así. En lugar de ello apareció el esperpento: se casó sabiendo que había un trato pero también porque el mozo sin papeles le prometió amor. Ese amor se tradujo en la pérdida de las dos casas que tenía, una de ellas a manos de un banco, en una cola de deudas, en facturas de abogados, en noches de desvelo y la más absoluta soledad. Hay muchas formas de vivir la vida y me parece que la de Rogelio es de las que van restando años y salud. No queda aquí la cosa, claro. Todos sabemos que la desgracia es una de esas marranas que se ceban. Parece ser que ha sido abuelo por sorpresa, y digo esto porque se enteró cuando ya había nacido el pequeño. El no haberlo sabido antes le hizo sospechar. Comenzó a investigar, hizo averiguaciones, algo que en el pueblo no le resultó difícil. Imaginad su cara cuando supo la verdad: el padre de su nieto es su ex. Vamos, que la chavala se ha zumbado al ex de su padre, que ahora es el padre de su hijo. No sé si queda claro.
Los culebrones, sean nacionales o extranjeros, no llegan ni a la suela del zapato de Rogelio. Supongo que, cuando la vida te da estos zarpazos, lo que te queda es contarle tu ruina a la primera desconocida que escucha, que en este caso he sido yo. Rogelio me puso los pelos como escarpias y me hizo amar la normalidad que algunos llaman aburrimiento. Hay cajas que es mejor no abrir. Que se lo digan a Pandora. Y a Rogelio.
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