20170717

En un bar gallego

Mi protagonista de hoy tiene uno de esos nombres que son apelativos cariñosos nada relacionados con el nombre real de la persona. No lo recuerdo. Sí puedo contaros, sin embargo, que tiene 81 años y que sus últimos doce meses han sido particularmente difíciles: sufrió la amputación de un pié y parte de la pierna por problemas de circulación; cuando ya había aprendido a andar con una prótesis, enviudó de su compañero de toda la vida, regente de un bar antaño especializado en vinos y convertido hoy en un cementerio de botellas. Es uno de esos bares con escudos colgados de las paredes, mobiliario de más de cien años, humedades en los rincones, una barra enorme y uno de esos expositores refrigeradores que ya nadie enchufa y que se han llenado de enseres que no necesitan que nadie lo haga. Y en ese bar la he conocido.
Esa señora tiene una expresión llena de ternura y atiende con esfuerzo la barra del bar familiar. Cuando se le acaba el barril mira la espuma que sale del grifo contrariada y le pido enseguida que me dé un botellín: no puedo ni imaginarme lo que llegaría a ser verla luchar con el tonel metálico y pesado, lo que, no me cabe duda, hubiese hecho si no me empeño en que me dé cerveza envasada.
Me habló de tiempos mejores en esta ciudad. Qué más da cuál, si en todas hay historias parecidas. Contaba cómo, hace más de veinte años, personalizaban los bocadillos dependiendo de la procedencia del soldado que lo pedía: si catalán, le untaban tomate en el pan; si andaluz, aceite. La señora reía repasando las anécdotas que vivió su bar en décadas ya pasadas y critica sin desazón y con energía la situación actual, incluyendo la desidia de sus hijos, cuya salida laboral, inexistente, tampoco parece ser que pase por explotar seriamente el negocio de sus padres. Demasiado duro, demasiado visto, no lo sé. Ella lo abre por las mañanas, es su motivación diaria, y con esfuerzo pero decisión arrastra el chirriante pié de plástico sola, esperando clientes, con la tortilla caliente y el barril a punto de terminarse. Su hijo, que cerró el día anterior, debió considerar que nadie iría a la hora del aperitivo y no le dejó cambiado el barril a su madre.
Resultó que sí fuimos. Me gustó enseguida esta mujer que me hizo echar de menos a mis abuelas. Esa sabiduría acumulada al cabo de los años y a fuerza de verdadera superación me falta a veces. Me fascina cómo hay personas que, tras tanto vivir, mantienen un pensamiento fresco y joven, práctico, realista y adecuado a los tiempos que corren.
Al rato de todo esto que os cuento, charlando con otra persona del barrio, supe que el marido fallecido era un maltratador. Me declaro fan de la capacidad de esta señora para salir adelante, esa resiliencia que seguro que ella ni sabe que existe pero que le brota por todos los poros. La admiro profundamente.

No hay comentarios:

Publicar un comentario