20170717

Practiquemos el perdón (si viene a cuento)

Todos tenemos a alguien así en nuestras vidas: una de esas personas que se hace querer, que a veces nos saca de quicio y nos obliga a hacer esfuerzos ímprobos para no odiarla, que cuando nos lleva a ese extremo, a veces demasiado a menudo, tenemos que buscar mil y una formas de justificarla, las buscamos consciente e inconscientemente, y casi siempre las encontramos. Otras veces sucede que nos pierde la adoración, supongo que por aquello de que el amor es ciego, quién sabe. 

Con esa persona, suele pasar, gastamos una parte importantísima de nuestro tiempo y, claro, aunque el roce haga el cariño, también hace amores reñidos. Por ella y con ella reímos, pensamos, lloramos, sufrimos y nos divertimos cada vez que la ocasión lo permite. Su juicio es el que más tememos, por eso lo evitamos, le escondemos la cara, cualquier excusa es buena para no oírlo.
Si todo va bien, la sensación no puede ser más placentera: flotamos en el aire porque esa persona nos quiere, nos mima, nos piensa guapos y se enorgullece de nosotros. Cuando las cosas se tuercen llega la falta de apetito, la cabeza baja, los desvelos, las ojeras, los pies que se arrastran por el suelo, el desaliento y el vacío que produce saberse rechazado, denostado, penalizado, enjuiciado.
La verdad es que, me parece a mí, todo sería más fácil si ambas partes hiciesen un esfuerzo por conocerse mejor, por entender lo que a cada uno le sucede y por qué. Lo más importante, y esto lo aprendí de un buen amigo, es practicar el perdón. ¿Por qué no perdonar a alguien tan próximo lo que seguramente disculparíamos a cualquier otro de los que andan ahí fuera, conocidos y desconocidos?


Llegados hasta aquí, ¿sabéis ya de quién os estoy hablando? Exacto: de nosotros mismos.

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