Adrián
tenía 17 años cuando compartíamos pupitre en el instituto. Moreno,
ojos marrones, dientes difíciles pero simpáticos, alto, espigado,
que diría mi abuela. Solía vestirse con pantalones pesqueros,
arrastrando esa moda de los 80 que imponía además hacerlo con
calcetín blanco, dios los tenga a ambos en su gloria. Era buen
estudiante, buen deportista y gran bebedor de botellines. Era de
pueblo, así que costaba entenderle al hablar, y no es una maldad, es
que no vocalizaba ni a tiros. Me pasé un curso entero disfrutando de
su compañía a mi siniestra, qué divertido era este muchacho. A él
le debo rasgos clarísimos de mi personalidad, alguna pasión musical
y carcajadas a docenas. Recuerdo una clase de literatura de la que
nos echaron al pasillo, no podíamos parar de reirnos. Quién sabe
por qué, ni idea, imposible que lo pueda llegar a recordar ya. Luego
entenderéis por qué. Lo que sí es imborrable es la juerga morena
que nos pegamos los dos, momento de risa floja e incontenible,
lagrimones a go-go: castigo asegurado.
Durante
la mítica excursión de fin de curso, en este caso a Mallorca, hubo
sus más y sus menos, como corresponde a la vida de cualquier
adolescente que se precie. En medio de todo esto recuerdo con
especial cariño y dolor una noche concreta. Luego entenderéis por
qué. Trancurrió la conversación que os voy a contar en la barra de
una discoteca, Joy se llamaba. Duró desde que llegamos hasta que
cerraron, la pista ni la pisamos, claro. No sabría decir cuántos
botellines cayeron, pero aseguro que unos cuantos. Habamos de lo
divino, de lo humano y, como corresponde a los estudiantes de COU, de
nuestro futuro. Yo era la típica repelente que aseguraba que moriría
antes de los 30. El, muy indignado, pretendía sobrepasarlos de
calle. Así que, en plena euforia alcohólica, decidimos
sellar un pacto: él me felicitaría mi 30 cumpleaños cuando llegase
el correspondiente 9 de abril, y yo haría lo mismo cuando llegase el
13 del mismo mes. Nos dimos la mano como caballeros y pasamos al
siguiente botellín.
La
Nochevieja previa a mis 30 recordé este pacto con nerviosismo. Nos
habíamos perdido la pista pero no se me había olvidado el acuerdo.
Pasó enero, llegó febrero, y una mala mañana sonó el teléfono de
la oficina. Era mi madre, que estaba en la emisora preparando las
noticias del día. "¿Tu conoces a un tal Adrián?". Se me
heló la sangre. E hizo bien.
Adrián
acababa de morir en un accidente de tráfico, dos meses y algún día
antes de cumplir sus 30. Me costó llorar. Me costó respirar. Me
costó creer. Aún no puedo, aún me aseguro cuando me cruzo con
alguien que lo conoció. Y aún sigo, desde ese día, trece años
después, prohibiéndome terminantemente desperdiciar más tiempo del
estrictamente necesario en vanalidades, aún sigo esforzándome por
apreciar cada día que me toca vivir. Porque a estos amaneceres yo ya
había renunciado, tirándome un rollo Cobain que no me pegaba nada,
y sin embargo Adrián los quería, los deseaba con aínco, para
seguir jugando al fútbol, para seguir disfrutando de su novia, de su
pueblo, de sus romerías, de sus amigos, de su familia, de sus
botellines. No fue así. Ahora soy yo la que vive esa oportunidad que
la muy puta de la vida me ha dado a mí y no le ha dado a él. Lo
siento, Adri, lo siento tanto.
(Dedicado
a Juan Pablo Bertazza. Por aquella noche madrileña post-París en la
que nos contamos algunas cosas importantes de la vida mientras Laura
skypeaba con Buenos Aires).
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