20170717

Adrián, he pensado que para qué intentarlo más (olvidar)

Adrián tenía 17 años cuando compartíamos pupitre en el instituto. Moreno, ojos marrones, dientes difíciles pero simpáticos, alto, espigado, que diría mi abuela. Solía vestirse con pantalones pesqueros, arrastrando esa moda de los 80 que imponía además hacerlo con calcetín blanco, dios los tenga a ambos en su gloria. Era buen estudiante, buen deportista y gran bebedor de botellines. Era de pueblo, así que costaba entenderle al hablar, y no es una maldad, es que no vocalizaba ni a tiros. Me pasé un curso entero disfrutando de su compañía a mi siniestra, qué divertido era este muchacho. A él le debo rasgos clarísimos de mi personalidad, alguna pasión musical y carcajadas a docenas. Recuerdo una clase de literatura de la que nos echaron al pasillo, no podíamos parar de reirnos. Quién sabe por qué, ni idea, imposible que lo pueda llegar a recordar ya. Luego entenderéis por qué. Lo que sí es imborrable es la juerga morena que nos pegamos los dos, momento de risa floja e incontenible, lagrimones a go-go: castigo asegurado.

Durante la mítica excursión de fin de curso, en este caso a Mallorca, hubo sus más y sus menos, como corresponde a la vida de cualquier adolescente que se precie. En medio de todo esto recuerdo con especial cariño y dolor una noche concreta. Luego entenderéis por qué. Trancurrió la conversación que os voy a contar en la barra de una discoteca, Joy se llamaba. Duró desde que llegamos hasta que cerraron, la pista ni la pisamos, claro. No sabría decir cuántos botellines cayeron, pero aseguro que unos cuantos. Habamos de lo divino, de lo humano y, como corresponde a los estudiantes de COU, de nuestro futuro. Yo era la típica repelente que aseguraba que moriría antes de los 30. El, muy indignado, pretendía sobrepasarlos de calle. Así que, en plena euforia alcohólica, decidimos sellar un pacto: él me felicitaría mi 30 cumpleaños cuando llegase el correspondiente 9 de abril, y yo haría lo mismo cuando llegase el 13 del mismo mes. Nos dimos la mano como caballeros y pasamos al siguiente botellín.
La Nochevieja previa a mis 30 recordé este pacto con nerviosismo. Nos habíamos perdido la pista pero no se me había olvidado el acuerdo. Pasó enero, llegó febrero, y una mala mañana sonó el teléfono de la oficina. Era mi madre, que estaba en la emisora preparando las noticias del día. "¿Tu conoces a un tal Adrián?". Se me heló la sangre. E hizo bien.
Adrián acababa de morir en un accidente de tráfico, dos meses y algún día antes de cumplir sus 30. Me costó llorar. Me costó respirar. Me costó creer. Aún no puedo, aún me aseguro cuando me cruzo con alguien que lo conoció. Y aún sigo, desde ese día, trece años después, prohibiéndome terminantemente desperdiciar más tiempo del estrictamente necesario en vanalidades, aún sigo esforzándome por apreciar cada día que me toca vivir. Porque a estos amaneceres yo ya había renunciado, tirándome un rollo Cobain que no me pegaba nada, y sin embargo Adrián los quería, los deseaba con aínco, para seguir jugando al fútbol, para seguir disfrutando de su novia, de su pueblo, de sus romerías, de sus amigos, de su familia, de sus botellines. No fue así. Ahora soy yo la que vive esa oportunidad que la muy puta de la vida me ha dado a mí y no le ha dado a él. Lo siento, Adri, lo siento tanto.



(Dedicado a Juan Pablo Bertazza. Por aquella noche madrileña post-París en la que nos contamos algunas cosas importantes de la vida mientras Laura skypeaba con Buenos Aires).

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