20170717

La cerveza de la una y media

Tomás es un tipo peculiar. Como el bien dice, tiene canas y hace tiempo, con lo cual hay privilegios que tiene conquistados. Yo también debo de haberme ganado alguno, porque se toma los botellines de la una y media conmigo.
Para su generación es bajito, pelo abundante que peina hacia atrás, tiene una de esas bocas llenas de dientes con labios finos que cuando ríen lo copan todo. Su voz es exactamente igual que la de cierto personaje de este país que, actualmente, se deja oír en radio los fines de semana (vale, lo digo, es Iñigo). Le conocí hace muy poco tiempo. Por esos entonces su hija estaba ingresada con problemas gordos en algún hospital, afortunadamente pasaron, capítulo cerrado. Cuando me vio surcar el asfalto madrileño en moto me contó que su hijo lo marea para que le deje tener moto y que él se niega en redondo. Nunca sé qué contestar cuando topo con este comentario tan frecuente, noto una responsabilidad sobre la seguridad del que encuentra la prohibición que no me deja manifestarme del todo, así que suelo responder contando mis historietas al manillar, que por fortuna (y que así siga mucho tiempo) son pecata minuta.
Tomás ha pasado por toda clase de vicisitudes laborales, algunas parecidas a las mías, y sé por eso que no habrán sido de agrado. Sin embargo viene a currar con el mejor de sus semblantes, su carcajada es la única que se oye, de vez en cuando para no desentonar demasiado, en la oficina. La suya y la mía, en realidad, porque hay cosas que no deberíamos dejar de hacer nunca, le joda a quien le joda. Gracias a él estoy conociendo mejor a los otros. Gracias a él he rememorado el ascazo que me dan las personas envidiosas, los que no saben quiénes son y mientras se hacen preguntas van jodiendo al resto. A él le debo el despejar alguna incógnita sobre mí misma que tenía aparcada, porque cuando surgió lo atribuí a la estupidez ajena; ahora veo claramente que efectivamente era estupidez, y no mía.
Pero sobre todo, sobre todo, le debo el lujazo de beberme un botellín a la una y media con la conciencia bien tranquila, el trabajo avanzado y en buena compañía, mientras los cojos mentales tiritan frente al ordenador sin entender el significado de la fraternidad, del buen rollo, de la admiración mutua, de la confianza en el entorno, del buen vivir.


Viviré bien con Tomás, todo lo que pueda. Y punto.

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