Hubo una vez un argentino en mi vida. Pasaba poco por ella, tan solo algunos minutos repartidos en no sé cuántos meses. En aquellos tiempos, este señor representaba un tipo de afecto poco habitual: ese que nos dan sabiendo que nos van a colmar de gozo. Es como si tu enemigo, que conoce perfectamente tu punto débil, lo aprieta y te destroza, pero al revés. Cuando alguien conoce tu otra debilidad, la que hace que te derritas del gusto, y no escatima en darle al botón, se convierte en la representación más genuina de la generosidad.
Creo que el tipo nunca supo mi nombre, yo no recuerdo el suyo. Pero cada vez que nos cruzábamos me decía: “recuerdos de Julio”, creando un instante al más puro estilo Woody Allen, y yo me sentía llena de fantasía, de ilusión y de emoción al recibir recuerdos nada menos que de Cortázar, imaginando que era verdad, viviéndolo como cierto. Años han transcurrido desde entonces, ya no nos cruzamos pero, en mi cabeza, cuando estoy triste, pienso en aquel recado, RECUERDOS DE JULIO, y me siento mejor.
Vivir sin fantasía debe parecerse bastante a estar muerto.
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