Como habitante de Madrid que soy, no se me escapa que en cuatro días besará nuestro suelo Benedicto XVI. Hasta los pasos de peatones están más blancos, es imposible ignorar que algo gordo se está fraguando.
Desde mi puesto de trabajo veo la calle (todo un privilegio en esta ciudad), con lo que no se me ha escapado una. Lo último ha sido un grupo numeroso de yanquis quinceañeros cuajaditos de hormonas, banderita en mano, claro, paseando todos con la misma camiseta, con una sonrisa de oreja a oreja, la del que se sabe protegido por la divinidad. Son como los boy-scouts, pero aún más pedorros.
Otra raza muy comentable es la de las monjas. Se ve que durante el resto de sus vidas salen poco a la calle, porque he estado a punto de atropellar a varias en los últimos días. Cruzan sin mirar. Y de muchas en muchas, lo que hace replantearse la situación, porque si atropellas a una pues, oye, se lleva la peor parte. Pero si son muchas, igual la que sale perdiendo soy yo. Cautela, mucha cautela.
Van a cortar todo el centro de Madrid al tráfico, ¡por fin! No han servido las alergias brutales de los ciudadanos cuando la contaminación sobrepasa los niveles tolerables por la salud, no han servido las manifestaciones de los usuarios de bicicleta en pro de un centro sin coches, no han servido las directrices europeas, no han servido los pactos de Kioto. Sí ha servido su Santidad. ¡Milagro! Si me lo cruzo, le rezaré para que el Ayuntamiento le eche narices y cierre el centro al tráfico por el bien de muchos más, no sólo del Papa.
Sin mencionar otro tema que me tiene bajo shock irremediable: los confesionarios del Retiro. Son camauros gigantes (otros dicen que cirios), donde me pregunto si realmente se sentarán curas a granel para confesar católicos en igual cuantía. Eso no pienso perdérmelo, a Dios pongo por testigo que estaré allí, cámara en mano, y si así fuera lo registraré y lo publicaré.
Tengo entendido que se han comprado no sé cuántas mochilas para regalar a los que visitarán la ciudad durante este encuentro, entre otras gracias. La que más me ha molestado es la del transporte público: la misma semana que el billete sube un 50% (un 50%!!!!!) para el resto de los impíos, a los confesos se lo van a rebajar un 80% (¿será posible????) para hacer su estancia en Madrid una experiencia asequible. Qué poca vergüenza, señores. Lo que más me molesta es que lo voy a tener que pagar sí o sí, porque yo tengo que ir a trabajar, y mi oficina se ubica dentro de la zona que estará cortada durante seis días al tráfico (eso me dicen, qué exageración). Lo que significa que o voy andando, algo al alcance o no de cada uno, en función de la zona de residencia, o cojo el metro y pago un 50% más por mi billete que si fuese a jalear al Papa. Estoy pensando arrinconar al próximo practicante que vea y robarle el carné. A mí me están robando mi normalidad. Quid pro quo.
En total, 50 millones de euros nos estamos gastando ya para recibir al jefe del Vaticano. Hubo uno, otro jefe de la Santa Sede, que afirmó poco antes de morir (extrañamente, por cierto) que ver a un papa envuelto en el boato de un jefe de estado es cuando menos extraño, y aspiraba a que en sus viajes todo se desarrollase en la sencillez y en la caridad, dejando de lado las razones históricas y oportunistas que parecen añadir prestigio a la Iglesia. Este mismo papa estaba decidido a estudiar el papel de la mujer en la Iglesia, a revisar la necesidad de guardias suizos arrodillándose a su paso, a rectificar la relación con judíos y demás confesiones cristianas... Y esto no fue nada. El hombre había resuelto meter mano en la Curia, en el IOR (Banco del Vaticano) y en la logia P2 (masónica). Así le fue. Juan Pablo I duró 33 días en el cargo (agosto a septiembre, 1978). El Vaticano dice que murió de infarto. Otros con más credibilidad aseguran que fue asesinado. A la vista de todo lo que planeó en esos 33 días de gobierno, yo creo que se lo quitaron del medio.
Una lástima. A ese, quizás, hubiese ido a verlo, a jalearlo, a felicitarlo.
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